sábado, 17 de marzo de 2007

De la fábrica de pobres e indigentes a la ortopedia social: el proceso de construcción de la sociedad que nos avergüenza.

Un aporte en la comprensión de un problema social que padece la nación argentina.

Por Juan Francisco Venturino

Quizá nos dan hoy vergüenza nuestras prisiones. El siglo XIX se sentía orgulloso de las fortalezas que construía en los límites y a veces en el corazón de las ciudades. Le encantaba esta nueva benignidad que remplazaba los patíbulos. Se maravillaba de no castigar ya los cuerpos y de saber corregir en adelante las almas. Aquellos muros, aquellos cerrojos, aquellas celdas figuraban una verdadera empresa de ortopedia social. A los que roban se los encarcela; a los que violan se los encarcela; a los que matan, también. ¿De dónde viene esta extraña práctica y el curioso proyecto de encerrar para corregir, que traen consigo los Códigos penales de la época moderna? Prologo de Vigilar y castigar, Nacimiento de la prisión por Michel Foucault.

En los tiempos de Platón, los hombres ya se preocupaban por la naturaleza de la sociedad y las relaciones del individuo con el orden social. En la actualidad esa inquietud no ha mermado, por el contrario y a pesar de haber pasado un largo tiempo, escasos pasos se han avanzado en el camino del entendimiento en lo que al orden social se refiere. Para comprender el orden social contemporáneo de estas latitudes inevitablemente debemos remitirnos a la realidad criminal argentina.

La situación actual debería prepararnos para un gran debate de la sociedad que integramos y pretendemos conformar, discutiendo sobre el problema de fondo, la pésima distribución de las responsabilidades sociales producto de una clase dirigente caracterizada por la “ineptocracia” (gobierno de los ineptos) verdaderos inútiles que no han cumplido con el contrato social del que nos hablaba Rousseau que consiste en procurar el bien común.

Durante casi medio siglo nos hemos apartado deliberadamente de las estrategias de desarrollo que en las décadas precedentes habían inducido altos flujos de movilidad estructural ascendente, revirtiéndolo. La implementación de los modelos de ajuste en la Argentina de la última década, como una de las peores medidas económicas del hemisferio, han contribuido esencialmente a producir pobreza a nivel macro (por la regresividad en los ingresos, el aumento del desempleo, etc.). Esto dio como resultado el empobrecimiento de vastos sectores sociales colocándolos bajo las líneas de pobreza y de indigencia, 22 millones la primera y más de 8 millones la segunda después del 2001, aprox. el 65% del total de la población argentina.

La clase dirigente se encargó de poner en práctica el asistencialismo y las políticas de inclusión en forma “compensatoria” de los “costos sociales ” derivados del proceso de ajuste económico estructural, cuya implementación y gestión fue descentralizada y “territorializada”, con efectos que facilitaron el empobrecimiento y desestructuración social, perpetuando el clientelismo político y debilitando la estructura económica nacional. En esta socialización de las pérdidas todos debemos pagar el costo de “enderezar” y “re-habilitar” a un crecido número de “integrantes” (porque siguen formando parte) de la sociedad. Sin trabajo ni educación, los marginados son clientes potenciales del sistema delictivo, por ser la única ocupación que no les exige lo que no pueden dar.

La desigualdad y el empobrecimiento junto a la falta de oportunidades laborales y educativas se constituyen en un verdadero “combustible” de la delincuencia.

En estos tiempos violentos, percibimos cómo el delito ha dejado de ser lo infrecuente, lo anormal, para ser habitual en nuestras vidas. Recibimos constantemente bombardeos de noticias que ponen como plato del día a los delitos complejos, los asaltos violentos a personas mayores, los secuestros extorsivos, los robos con abuso de armas, resucitando imágenes que queremos olvidar.

Si bien la seguridad representa uno de los pilares básicos de la convivencia y, por lo tanto, su garantía constituye una actividad esencial inherente a la existencia misma del Estado moderno, esta meta no ha sido alcanzada.

Con el tiempo y la aceptación de discursos repetibles hemos desarrollado una baja tolerancia para ciertos actos delictivos en contraste con otros actos criminales. Así, es como la “impunidad” se encarga de purgar la culpabilidad de los delitos cometidos desde las esferas del poder y la corrupción pública. Tal situación ha dejado al descubierto una “justicia penal” selectiva, que sólo alcanza a los “justiciables”[1], como mantenía Michael Foucault, una política que administra diferencialmente los “ilegalismos” y la punibilidad, generando un doble estándar entre lo correcto y la conducta desviada, lo que nos condujo hacia la peor forma de gestionar la empresa social de la desigualdad. De acuerdo a estadísticas oficiales recientes, la mayor acumulación de delitos se produce en el conurbano bonaerense, en los cinturones urbanos más carenciados. Pero este análisis no se reduce a decir que la criminalidad es comparable con la pobreza o la precariedad.

La exclusión social y la prédica individualista generó en nuestras poblaciones una “desafiliación”[2] (Castel, 1995) motivo por el cual se pervirtió el vínculo social. Viven como personas que no le han encontrado el sentido orientador de la propia existencia, supernumerarios rodeados de una cantidad de situaciones caracterizadas por la precariedad y la incertidumbre del mañana. La dimisión del Estado en sus funciones económicas y sociales ha sentado las bases para transformaciones regresivas. Regresión que se traduce en las múltiples formas de violencia cotidiana en la que la sociedad argentina está inmersa, bajo modalidades y niveles de los que no hay registro en su historia contemporánea. Pero no se trata sólo de la violencia material que se registra parcialmente en las estadísticas delictivas. Se trata de la violencia simbólica que la precede y acompaña: la destrucción del tejido social, la inexistencia de valores, la ausencia de ideales, que conducen a un gran número de individuos a pensar que todo da lo mismo, que muy poco se puede cambiar y que nada vale la pena.

Teresa Pandolfo sostiene que el cambio de expectativas para quienes sufren la marginalidad y sólo ven en el delito una vía de mejoramiento económico circunstancial o un modo de vida es una responsabilidad de conjunto: del Estado -en sus propias competencias- y de la sociedad civil, parte integrante y hasta determinante en lograr niveles de equidad y solidaridad. Cada uno de los ciudadanos debe comprender que así como se puede ser la víctima siguiente de la inseguridad, también forma parte de la resolución del problema social de fondo.

Por otra parte Durkheim y Merton nos ilustraron a través de formulaciones sociológicas de la anomia, tratando de explicar distintas formas de la conducta desviada dentro del ámbito de la sociedad global y dentro de su estructura social haciendo hincapié en el desequilibrio entre las metas culturales y las normas institucionales de una sociedad, enfocándose en el orden social. Cualquier meta cultural muy apreciada en una sociedad, es probable que afecte los medios institucionalizados. Concebían la anomia como un derrumbe de la estructura cultural que acaece, sobre todo, cuando existe una discrepancia aguda entre las normas y metas culturales y las capacidades de los miembros del grupo de obrar en concordancia con aquellas. Un equilibrio eficiente entre estas dos fases suele mantenerse mientras los individuos obtengan satisfacciones conformándose tanto con las metas culturales como con los medios institucionalizados.

Al respecto Cloward y Ohlin nos ilustraron con su estudio de la subcultura criminal y con su análisis nos advirtieron que la delincuencia juvenil toma un carácter disciplinado y económicamente redituable debido a que los modelos de rol criminal son respetados y las oportunidades que ofrecen las actividades ilícitas y el delito son lo suficientemente atractivos. En una comunidad desintegrada, disgregada, el control de los jóvenes es muy escaso e ineficaz; faltan modelos de rol genuinos y las oportunidades brillan por su ausencia, aportando una verdadera tensión conflictual que los conduce al delito.

Hemos presenciado silenciosamente la fractura del tejido social, de la mano de las más desacertadas políticas económicas y la corrupción[3] distribuyendo en forma maniquea las riquezas patrimoniales de nuestro territorio, conduciéndonos a la desconfianza en las instituciones públicas y al desprecio en las herramientas de poder ciudadano que dilapidaron sin prisa pero sin pausa, los elementos de cohesión del pueblo argentino.

En la actualidad, pobres y ricos padecen la inseguridad y el miedo, sienten la angustia cotidiana producida por la violencia y la criminalidad, pero a diferencia de los pobres, los ricos han podido proveerse aquello que el Estado ausente no ha podido: la seguridad privada[4]. Tal situación ha fecundado el crecimiento de las agencias de seguridad (conformando verdaderos ejércitos de jefes de familia desocupados) al calor de los hechos delictivos.

El crecimiento del delito vino acompañado del intrusismo en manos de “la policía de los particulares”, que sin una homologación de sus servicios y cometiendo irregularidades e infracciones y ocultándose en las sombras de verdadero contralor gubernamental ha invadido en forma directa el núcleo esencial de la competencia exclusiva en materia de seguridad pública por parte del Estado.

Estas nuevas “empresas” regenteadas en muchos casos por políticos de tercera línea o ex-policías. apartados de la fuerza por ajustes políticos o incumplimientos graves a los deberes del funcionario público, funcionan precariamente y emplean a un importante número de recursos humanos degradados. Su lucro consiste en la explotación del flagelo de la inseguridad como si se tratara de un negocio.

En números prácticos se han estimado que el número total de efectivos de las agencias privadas[5] de vigilancia y seguridad en la Argentina ronda los 100.000 personas, sin contar a aquellas que operan en las sombras, disfrazadas en algunos casos como cooperativas sin declarar la función real desempeñan o intentan desempeñar.

Mientras que el total de efectivos que revisten en todas las policías del país, el número es aproximadamente de 140.000 hombres.

Aún no hay datos oficiales ni estudios serios sobre el tema pero se considera que la seguridad privada en la Argentina recauda cerca de 900 millones de pesos por año, mientras que el presupuesto[6] de la policía de la Provincia de Buenos Aires es de 980 millones de pesos anuales.

La inseguridad modificó las costumbres y la forma de vida de los argentinos, se vive con temor, en estado de alerta y persecución, presos en sus propias casa, jaqueados por la delincuencia que obliga a usar mecanismos preventivos, dispositivos de alarma sonora, sistemas de monitoreo y control de accesos. Nadie confía en el funcionamiento del sistema coercitivo encargado de reprimir el delito en forma coactiva. El monotemático discurso de la “mano dura” con el delito se abre paso en una sociedad amenazada. La desconfianza, el escepticismo y la confusión sirven al oportunismo político que pide endurecimiento de las penas, como si la seguridad pública pudiera ser resuelta de esta manera. En contraste se hallan las organizaciones de desocupados que proponen resolver la tremenda exclusión social con una mayor y mejor distribución de la riqueza.

Ambas visiones tienen un lado en común que consiste en la exigencia de soluciones rápidas, masivas y de gran efectividad por parte del Estado, como si la problemática pudiera resolverse de un día a otro. Por su parte las respuestas gubernamentales han oscilado en apariciones públicas de primeros mandatarios recorriendo discursos racionales o con la remoción del Ministro de turno.

Esta dicotomía ha reducido a lo elemental el debate pendiente de la cuestión social del delito y la criminalidad.

Con la esperanza de arribar a una mayor comprensión del fenómeno proponemos estudiar ciertos datos estadísticos para analizar las causas y el estado de situación de esta problemática a través de estadísticas criminales: El Estado nacional destinó un presupuesto para 2005 en la justicia de 3350 millones de pesos para afrontar los gastos del sistema. El 90% de esta suma fue destinada al pago de sueldos de las 80.000 personas empleadas de las cuales sólo 4300 son jueces. Con el escaso 10% restante deben efectuarse desde la compra de insumos básicos como papel hasta el mantenimiento edilicio y las inversiones de capital, como la actualización de tecnología, pc, mobiliarios, etc.

Estos 4300 jueces deben resolver la creciente demanda de servicios de justicia, que mensurada en cantidad de causas ingresadas, trepó al inquietante número de 3,9 millones de nuevos expedientes en el año 2004. Con este caudal cada juez debería resolver 920 causas nuevas por año, a lo que debemos sumarle aquéllas no resueltas de años anteriores.

En el último decenio prácticamente se duplicaron las denuncias de delitos. En 2004 se denunciaron 1,2 millones con el consecuente impactó en la cantidad de personas mantenidas en cautiverio.

En cinco años se dobló la cantidad de detenidos en cárceles en todo el país, ascendiendo al oscuro número de 62.870 detenidos entre condenados y procesados, incluyendo comisarías dentro la provincia de Buenos Aires y en dependencias de la Prefectura y Gendarmería. Esto representa un incremento del 65% con respecto al año 2000. La tasa de detención alcanzó a 173 personas por cada 100.000 habitantes, cifra que nos ubica dentro de los primeros diez países del mundo en cantidad de detenidos en relación con el número de ciudadanos.

Según estadísticas del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) el porcentaje de reincidencia de los detenidos se ubica entre un 6% y un 14%, es decir al menos siete mil detenidos vuelven a cometer delitos una vez recuperada la libertad.

Hasta aquí hemos hecho una simple mención de cifras que nos ayudan a comprender el colapso del sistema carcelario, que actualmente no posee la capacidad suficiente para albergar a un número tan grande de detenidos. El índice de superpoblación carcelaria alcanza al 42%. Situación que denota las condiciones de hacinamiento de las personas privadas de la libertad en instalaciones inicialmente construidas para un número mucho menor de internos. Y como si no alcanzara debemos sumarle un avanzado deterioro por falta de mantenimiento en los servicios básicos dentro de los penales. El mal funcionamiento o la inexistencia de servicios sanitarios, cloacas, agua potable y atención médica hacen de los Penales un lugar inhabitable para los internos recluidos, además de sufrir de encierros prolongados, maltrato (en algunos casos derivando en la muerte de detenidos) convirtiendo la estancia en un centro de detención en una verdadera lucha por su propia supervivencia.

Al mismo tiempo se pudo constatar la convivencia de diversas categorías de presos compartiendo el espacio común entre procesados y condenados y adultos con menores de 21 años dejando al descubierto el riesgo y la inseguridad al que están sometidos.

El derecho penal no posee cualidades prácticas per se ya que las normas están mediadas por individuos portadores de relaciones sociales que ocupan cargos en las instituciones estatales, dichas instituciones como el Poder Policial, el Poder Judicial y el Poder Penitenciario que son las que ejercen (o no) el Derecho Penal. La unanimidad de los medios se dedica a hacer minuciosas y dolorosas descripciones de los hechos pero nunca abordan con el criterio que el caso requiere las causas y condiciones de la criminalidad.

Esta realidad que es repugnante con la obligación estadual[7] de dar a quienes están cumpliendo una condena, o una detención preventiva, la adecuada custodia que se manifiesta en el respeto de la vida de los internos, de su salud y de su integridad física y moral. El Estado está obligado a hacer cesar toda eventual situación de agravamiento de la detención que importe un trato cruel, inhumano o degradante o cualquier otro susceptible de acarrear responsabilidad internacional. La tolerancia de tales situaciones atenta contra el funcionamiento del sistema representativo, republicano y federal que rige a la Nación.

Frente a esta situación inmanejable la Corte Suprema de Justicia de la Nación en un fallo sin precedentes, hizo lugar a un amparo interpuesto por el Centro de Estudios Legales y Sociales y ordenó a la Provincia de Buenos Aires que terminara con el “trato inhumano” diciendo “…Si el Estado no puede garantizar la vida de los internos ni evitar las irregularidades que surgen de la causa, de nada sirven las políticas preventivas del delito, ni menos aún persiguen la reinserción social de los detenidos, pues esas situaciones indican una degradación de las obligaciones primarias del estado, lo que se constituye en el camino más seguro para su desintegración y para la malversación de los valores institucionales que dan soporte a una sociedad justa.

Por su parte la Corte Interamericana de Derechos Humanos tomó medidas provisionales en noviembre de 2004 y las reiteró en junio de 2005, debido a la grave situación constatada en los penales de la provincia de Mendoza, requiriéndole la adopción de las medidas urgentes a fin de proteger la vida e integridad física de los detenidos de manera eficaz, de modo que no se produzca una muerte más. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido: “una de las obligaciones que ineludiblemente debe asumir el Estado en su posición de garante, con el objetivo de proteger y garantizar el derecho a la vida y a la integridad personal de las personas privadas de libertad, es la de procurar a éstas las condiciones mínimas compatibles con su dignidad mientras permanecen en los centros de detención”

La privación de la libertad en penales ha dejado de cumplir con el cometido para el fueron creadas que consiste en preparar al individuo para reinsertarse en la sociedad haciendo exactamente lo contrario. En esta misma línea el jefe de Gabinete de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, Rodolfo Mattarollo sostuvo en una declaración pública lo siguiente: “Hoy las prisiones son criminógenas: generan en los presos un comportamiento criminal”[8]. Un tiempo después en otra declaración donde se le preguntaba sobre la muerte de un joven, Mattarollo decía “se comprobaron situaciones de detención inhumanas, situaciones decididamente reñidas con las normas de derechos humanos internacionales ratificadas por Argentina con jerarquía constitucional […] el hecho de que estén mezclados los internos por edades es una violación del principio de clasificación que indica la obligación de separar procesados y condenados, y menores y adultos”[9] .

Las condiciones inhumanas de encarcelamiento, no cimientan la dignidad humana ni ofrecen posibilidad alguna para la rehabilitación de los internos. Las condiciones en las que sobreviven los detenidos en el sistema penitenciario nacional no los preparan para su futura reinserción en la sociedad.

Podemos reconocer a esta instancia, la ineficacia de los métodos empleados para reducción del delito. Ni más cárceles, ni mayores condenas, ni la reforma integral del código penal parecen ser suficientes para neutralizar el alto índice de criminalidad. El aparato de persecución criminal, una justicia penal que no da a vasto, un sistema colapsado por completo, una policía más deficiente hace del sistema coercitivo una deposición estatal de gran magnitud.

Sobre tales presupuestos, siempre que la criminalidad sea resultado del empobrecimiento y la marginalidad y por tanto que la actividad delictiva se convierta en la única actividad rentable para un porcentaje nada despreciable de la población, no disminuirán los índices del delito, por el contrario cada día la sociedad y los gobiernos que se da para misma prepararán nuevos candidatos para el delito.

Es importante apreciar que detrás del sentimiento genuino de indefensión se oculta el oportunismo y el clientelismo político y que la realidad supera a los padecimientos y al pensamiento mágico para demostrarnos cotidianamente que ni más cárceles ni la modificación de las leyes penales podrán per se poner fin a este flagelo.

Efraín González Luna sostiene de forma inteligente que la política social no es la explotación política de los problemas sociales, sino la acción recta y eficaz del Estado para instaurar, fortalecer y defender un verdadero orden social.

Debemos reconocer en principio que el problema encierra diversas variables complejas y ya no tolera ni análisis ni respuestas simplistas. Hemos visto que las soluciones mágicas no existen, tampoco se reduce el delito con la mera expresión de intención o voluntad, todo parece conducir al camino de respuestas interdisciplinarias.

Sólo la toma de conciencia y el estudio exhaustivo de las causas junto a la obtención del consenso fruto de la promoción de la participación ciudadana incluidos los sectores académicos, gubernamentales y de la justicia, en proyectos políticos a largo plazo que impliquen un involucramiento y compromiso de todos los actores sociales de la sociedad, pueden ser las claves para un buen comienzo.

Total de 3345 palabras.

Bibliografía:

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Baratta, Alessandro: “Política criminal: entre política de seguridad y política social”, en Delito y Seguridad de los habitantes. Elias Carranza (coord). México: Siglo XXI, 1997.

Daroqui, Alcira y Guemureman, Silvia: “La droga en los jóvenes: un viaje de ida. Desde una política de neutralización hasta una política criminal de exclusión sin retorno, en Jóvenes: ¿en busca de una identidad perdida. Publicación del Centro de Estudios en Juventud CEJU. Universidad Católica Cardenal Raúl Silva Henríquez, Santiago de Chile, 2001.

Castel, Robert: “Las metamorfosis de la cuestión social. Ed. Paidós, Bs.As., 1997.

Pegoraro, Juan: “Las relaciones sociedad-estado y el paradigma de la inseguridad. Delito y Sociedad. Revista de Ciencias Sociales, 1998.

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Cloward, R. & Ohlin, L: Delinquency and Opportunity. NY: Free Press, 1960.

Cloward, R. “Illegitimate Means, Anomie and Deviant Behavior” American Sociological Review, 1959.

Tagliavini, A.: “El Futuro, de la Esperanza, 2004”. Texto completo en

http://www.eumed.net/cursecon/libreria/

M. Alcale Sanchez: “El delito de malos tratos físicos y psíquicos en el ámbito familiar” Tirant lo Blanch, Valencia, 2000.

Foucault, Michel: “Vigilar y Castigar”, Siglo XXI, México, 1976.

Foucault, Michel: “La verdad y las formas jurídicas”, Gedisa, Barcelona, 1980.

Foucault, Michel: “Genealogía del Racismo”, La Piqueta, Madrid, 1992.

Lemert, Edwin: “Estructura social, Control Social y Desviación en Anomia y Conducta Desviada”. Marshall B.Clinard, Paidos, Bs. As., 1967


[1] Dícese de aquellas personas que reciben todo el peso de la justicia penal por características personales, socio-culturales o económicas.

[2] La noción de “desafiliación” pertenece al mismo campo semántico que la disociación, la descalificación o la invalidación social, conceptualización del sociólogo francés Robert Castel.

[3] Según la Real Academia Española, corromper es alterar, trastocar la forma de alguna cosa, echar a perder, depravar, dañar, pudrir; y la corrupción es la acción y efecto de corromper o corromperse.

[4] Estas empresas no sólo no cumplen con las leyes laborales sino que terminan constituyendo verdaderos imperios de la ilegalidad, apoyándose por un lado en que el personal que incorporan a sus líneas es un recurso humano degradado y por otro en la falta total de controles de toda índole. Se constituyeron a la luz de un vacío legal, ante una situación no prevista jurídicamente. Así nacía el poder de policía en manos de los particulares, los que deberían funcionar como complementarios y subordinados respecto a los de la seguridad pública, articulados por un conjunto de controles e intervenciones administrativas que condicionen el ejercicio de las actividades de seguridad por los particulares. Con el argumento perfecto de la colaboración, evitaron ser cuestionados por todos los ámbitos políticos.

[5] Con diez años de existencia en Latinoamérica son conducidas por dirigentes de la política o las fuerzas seguridad del Estado, nacieron como fruto el apremio de la inseguridad pero los Estados en que parasitan no han delegado sus potestades y facultades.

[6] A modo de ejemplo el presupuesto de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) se estima en 200 millones de pesos anuales. Por otra parte siendo un organismo fundamental en el manejo de la información sensible por parte del Estado sin embargo no cuenta con una nómina de los integrantes de la Policía Federal, de la provincia y de las Fuerzas Armadas dados de baja, en situación de disponibilidad o pasados a retiro, o exonerados por mal desempeño en el ejercicio de sus funciones. Ello debido a los insuficientes recursos presupuestarios y tecnológicos.

[7] El art. 18 de la Constitución Nacional establece que “...las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija...”

[8] Citado en el diario “Clarín”, edición de 14 de Enero de 2005.

[9] Citado en el diario “Página 12”, edición de 23 de Junio de 2005.